Cada vez que contábamos nuestra historia en una fiesta, las personas escuchaban embelesadas. Fuimos novios en la universidad, adictos a la compañía del otro, amigos por correspondencia en el extranjero, almas gemelas intelectuales que se mudaron juntas de Montana a Manhattan, recién casados bobos que nunca dejaron de apoyarse mutuamente.
Esta es la historia que me gusta contar, y esta historia es cierta. Pero hoy en día, tras un par de tragos, la gente se entera de que los pronombres de mi pareja han cambiado desde la boda (de él a ella) y veo cómo sus ojos se llenan de preocupación. “¿Qué edad dijiste que tenías cuando te casaste?”, me preguntan. “Ah, sí, 24, sí eras joven”.
Después de lo cual no vuelven a mencionar mi matrimonio. Otros reaccionan de forma vagamente solidaria al principio, para luego hacerme preguntas incómodas semanas después. “¿Cómo está todo en casa?”, pueden preguntarme si menciono casualmente el estrés o la fatiga.
Mire donde mire, la gente quiere convertirse en mi madre o mi terapeuta. Me acorralan en los bares, después de cenar, en un pasillo tranquilo de una fiesta.