Mi madre me dijo: “¿Por qué no comes?”, y su acento de Yonkers resonó en el silencioso restaurante chino. Una peluquera italoamericana de 77 años que creía que casi todos los problemas podían resolverse con un montón de espaguetis y albóndigas, vio mi falta de apetito como una señal de alerta. “Estoy bien”, le dije. “Mi pollo con ajonjolí solo tiene un extraño sabor a pimienta”.
Mi madre llamó a nuestro camarero. “Mi hijo no puede tomar especias por su leucemia”, dijo. Aunque había sobrevivido al cáncer cuando era joven, ahora corría el riesgo de morir de vergüenza.
A los 40 años, me había acostumbrado a la sobreprotección de mi madre. Desde muy joven comprendí que, como el menor de sus cuatro hijos, y el único que había padecido una enfermedad que ponía en peligro su vida, ella y yo estaríamos siempre unidos por el amor y el miedo.
Acepté el modo en que mi madre me untaba de crema solar en la playa, incluso hasta bien entrada la adolescencia. Y no me opuse cuando insistió en acompañarme en mis excursiones de la escuela primaria o en acompañarme a mi primer día de clases en la universidad.