Cuando los casos de COVID-19 se disparaban por todo Estados Unidos a principios de 2020, las autoridades sanitarias se mantuvieron en las sombras, en gran medida porque cometieron errores importantes en el desarrollo de una prueba para detectar la enfermedad.
Los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC, por su sigla en inglés) fabricaban la única prueba de COVID-19 disponible en ese momento en el país y, por desgracia, se descubrieron errores considerables en el diseño y la fabricación de las pruebas distribuidas por esta agencia en febrero de 2020.
Este descalabro, sumado a la reticencia inicial de la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por su sigla en inglés) a permitir que algunos laboratorios autorizados desarrollaran o utilizaran sus propias pruebas de COVID-19, provocó que fuera prácticamente imposible tener acceso a pruebas en Estados Unidos en las primeras semanas de la pandemia.
Ahora que el planeta confronta la viruela del mono, debemos evitar errores parecidos, tanto en lo que respecta a la vigilancia de la enfermedad como a la comunicación con el público.