Cuando me gradué de la universidad en Portland, Oregón, hace ocho años, soñaba con tomar mi especialidad en español, mi espíritu de aventura y mudarme al extranjero, donde de inmediato tendría un amante gay que me presentaría nuevos idiomas, comidas y sexo.
En vez de eso, regresé a vivir a mi pueblo natal, en Saint Paul, Minnesota, y me instalé en el departamento de mi abuela irlandesa en un asilo católico, donde ella y yo apenas hablábamos y donde ella, al menos, no comía.
A los 90 años, después de haber vivido una vida larga y saludable, había decidido morir de hambre, y yo había decidido, a petición de mi madre, estar ahí con ella.
Habían pasado 65 años desde que mi abuela se había ido de Irlanda a Estados Unidos. Aunque hablaba con acento marcado y seguía prefiriendo el té al café, no se vanagloriaba con historias del hermoso país que había abandonado. “Sean y Jimmy odiaban Irlanda”, decía a menudo sobre mi hermano y mi primo, que habían estudiado allí a principios de la década de 2000. “Llovía todo el tiempo y sus pies nunca estaban secos”.