Cuando volví a casa del hospital, mi madre y mi padre se turnaban cada noche para sentarse en mi cama y asegurarse de que seguía respirando.
Mi madre apoyaba su cabeza en mi pecho y rezaba una oración. Mi padre me susurraba al oído “te quiero” y me acariciaba la mejilla.
Yo lo notaba todo. Ellos creían que estaba dormido mientras lo hacían, pero estaba despierto, sin poder dormir. Llevaba meses sin poder dormir bien, pero no quería tomar medicamentos que me ayudaran con eso, porque me gusta estar despierto en la oscuridad, con la mente divagando por todas partes, aunque mi madre me diga que no piense tanto.
Eso ocurrió hace casi dos años, cuando tenía 17, en Cotonou, Benín, África Occidental, el lugar donde crecí y cursaba mi segundo año de universidad.