[Estamos en WhatsApp. Empieza a seguirnos ahora] Habrían sido unas vacaciones normales de primavera de un padre y su hija en París si no fuera por aquella fiesta en un patio a la que asistimos hace 13 años.
La primera vez que vi a Audrey allí, pensé que era sexi. Resulta que mi padre también lo pensó. Aquella noche, en algún momento entre el tintineo de los cubiertos y las listas de reproducción de Charles Aznavour, nuestros futuros se reescribieron en silencio.
Audrey, de unos treinta y tantos años, era la personificación de la gracia y el talento artístico, una galardonada diseñadora de producción para la ópera y la definición de la belleza franco-vietnamita.
Llevaba el pelo recogido con dos palillos rojos y el resto de su cuerpo estaba enfundado en un vestido de satén color naranja.