Tenía 24 años cuando empecé a hacer estriptís. Una amiga y yo estábamos tomando el té en el sofá, éramos dos jóvenes idealistas en Berlín hablando de cómo necesitábamos dinero.
A partir de ahí, todo fue sorprendentemente rápido, como suele ocurrir en esta industria. Mi amiga vio un anuncio en Craigslist, y poco después nos encontrábamos tambaleándonos medio desnudas y con tacones de plataforma por un pasillo lleno de humo de un club de estriptís.
Ahora que tengo seis años de experiencia, mi percepción de la industria es más matizada que durante aquella charla a la hora del té.
Lo que no ha cambiado son las preguntas que me hacen habitualmente como estríper, la más común: “¿Tienes novio? ¿Qué dice de tu trabajo?”.