De joven, como coreanoestadounidense en una ciudad resplandecientemente blanca al pie de las Montañas Rocosas, a menudo quería salir de mi propia piel. “No, pero ¿dónde naciste?”, me preguntaban mis compañeros. “¿De dónde eres originalmente?”. “Idaho”, insistía con los dientes apretados.
En momentos así, quería una segunda piel que pudiera cambiar por la mía. Al igual que otras personas queer de color, muy pronto empecé a enfrentarme a la doble carga del racismo y la aversión a lo queer.
En el colegio, me preguntaba: ¿qué aspecto tiene el amor para alguien como yo, seguramente el único asiático gay de la ciudad?
En séptimo grado, tras otra racha de noches sin dormir, pensé que estaría mejor muerto. Enjugándome las lágrimas, miré al cielo y recé: “Hazme hetero o hazme blanco.