Hace unos años estaba viendo memes de psicoterapia en Instagram cuando Hannah apareció en mis solicitudes de amistad. Teníamos nuevos apellidos y nueva apariencia.
Yo había decidido que, como tenía que usar pelucas de todos modos (al ser judía ultraortodoxa), también podían ser rubias en lugar de optar mi castaño apagado natural.
Ella llevaba una mezcla de pelucas y otros elementos creativos para cubrir la cabeza. Cada una le dio un me gusta a la publicación de la otra, sin atrevernos a romper nuestro silencio con palabras reales. “Parece feliz”, me dije a mí misma, mientras mis dedos se cernían sobre sus fotos. “No empieces nada”.
Aun así, me imaginé que era la chica que conocí alguna vez con ortodoncia y un moño desaliñado, sin maquillaje ni líneas de expresión, que dejó caer su mochila cerca de mí el primer día de décimo grado en Borough Park, Brooklyn.