El día que la deportaron, le dije a mi madre que era gay. Quizá no fue lo más oportuno, pero en realidad no existe un buen momento para decirle “¡Oye, soy gay!” a una mujer inmigrante temerosa de Dios y con el temple de una auténtica neoyorquina.
Como la primera de mi familia que nació en Estados Unidos, solo tengo una historia oral de la odisea de mis padres desde el Caribe a Estados Unidos, sus historias sobre vivir en sótanos, trabajar como lavaplatos, limpiar mansiones y cuidar niños del Upper East Side.
Después de un largo día, mis padres solían buscar el restaurante jamaiquino más cercano para comer chivo al curry y escuchar una lengua familiar.
Se sentían vivos cuando se veían reflejados en los demás, sobre todo en un país extranjero. Les daba esperanzas de que ellos también podrían hacer su vida en los grandiosos Estados Unidos de América.