Hace unos años, mientras completaba mi residencia en pediatría, pasé un mes trabajando en la sala de neonatología. Cada día, nuestro equipo se reunía en un estrecho pasillo del cuarto piso del hospital del condado y miraba una habitación llena de bebés a través de un cristal alto.
Las enfermeras los limpiaban y cambiaban, y luego nosotros hacíamos nuestros exámenes y escribíamos nuestras notas. Cuando los bebés lloraban, los tomábamos en brazos hasta que se tranquilizaban.
La sala se llenaba y se vaciaba, los bebés entraban y salían todo el día. Sus moisés con ruedas quedaban dispuestos en filas desordenadas como carritos de compras abandonados en un estacionamiento vacío.
Un día, en una mañana tranquila en la que solo había una parturienta, hicimos la ronda con el pediatra de guardia, decidimos quién haría las circuncisiones, quién tenía demasiada ictericia y debía empezar fototerapia.