Sentado en un sofá de su pequeña oficina, Simon Azarwagye, propietario de la agencia de viajes Azas Safaris, mostraba unas cifras en su computadora portátil que servían como recursos visuales para contar una historia que todavía lo hacía sentirse miserable. “¿Ves esto?”, preguntó mientras señalaba una gráfica con el título: “Solicitudes de cotizaciones”.
Representaba a los 89 posibles clientes con los que se comunicó a principios de año. Todos le habían hecho consultas sobre recorridos a través de los bosques exuberantes de Uganda; las expediciones cuestan unos 15.000 dólares por pareja y tienen una duración de 13 días con diversas actividades como el avistamiento de hipopótamos y gorilas.
Eso fue antes de que el Parlamento comenzara a debatir una de las leyes en contra de la comunidad LGBTQ más severas del mundo.
Incluía la pena de muerte para la “homosexualidad agravada”, definida como las relaciones entre personas del mismo sexo con personas discapacitadas, seropositivas o ancianas, entre otras categorías, y penalizaba la defensa de hombres y mujeres homosexuales en público.